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Amalia Soto: Mil años de Genji Monogatari

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Mil años de Genji Monogatari

 La primera novela de la literatura japonesa, Genji Monogatari, y la figura de la madre muerta.

chino

De los pinceles que fueron caligrafiando de otro modo los ideogramas chinos con operaciones de estilización pictórica, al cabo de cuatro siglos (entre el v y el IX dC)  nació en lo que sería Japón el hiragana, escritura fonética también conocida como “suave” o “mano de mujer”. Los diarios, los poemas y el epistolario amoroso que compartían tanto los hombres como las damas de la Corte fueron el campo de experimentación de esta escritura de cuya gestación participaron las mujeres – tal como reconoce la etimología – y que también adoptaron los hombres. Una invención inédita en la historia de la escritura, escritura de mujeres que hizo que toda la literatura japonesa se califique como femenina.  Una sociedad que se reconocía por los perfumes de las ropas, por las capas de telas en las bocas de las mangas que asomaban tras los biombos bajos que ocultaban a las damas sentadas tras de ellos, un mundo que amaba las horas posteriores al atardecer para las conversaciones y la escritura. Y sobre todo las almohadas de madera para ocultar los papeles.

De ese mundo refinado y claustrofóbico nació una obra maestra de la narrativa, escrita en el siglo X por la cortesana Murasaki Shikibu: el Romance de Genji. Allí aparece la primera figura de madre novelesca, una dama de rango inferior que es la preferida del emperador y que expuesta a la envidia de las demás, cae enferma, víctima de ese «amor más cruel que la indiferencia» – según la traducción de Arthur Waley -, un prototipo literario que sigue alimentando la imaginación de los creadores. La madre abandona el palacio sola, dejando a su hijo, y temerosa de nuevas acechanzas. Esa misma noche muere en casa de su propia madre. Pasan los años y  llegan noticias al emperador sobre una muchacha de rara belleza, de quien dicen se asemeja mucho a la muerta. Por una serie de semejanzas con la desaparecida, el Emperador es inducido a desearla, y a su turno él insistirá, al hablar con el niño: «Es como tu madre, ámala». Genji no recuerda a su madre, pero como tanto insisten en que es idéntica, se aficiona por ella. Un día, el emperador aconseja a su nueva joven consorte: «no seas ruda con él, se interesa por ti porque le han dicho que eres como su madre. No lo juzgues atrevido o precoz. Sé amable. Tanto te pareces a él en tu apariencia y en tus gestos que bien podrías ser su madre». Así, a pesar de su corta edad, la efímera belleza tomó posesión de los pensamientos de Genji, quien forjó su predilección y lo que sería su obsesión eterna. Más tarde Genji violará a su madrastra, que concibe así a su hijo. La tercera amada en la misma línea de obsesión será Murasaki, sobrina de su madrastra, a quien Genji conocerá de niña cuando ella participa de una clase de caligrafía, y a quien esperará hasta hacerla su consorte.

La joven madre muerta y su complemento, la madrastra joven que borrará todo dolor, dos figuras de mujer fundantes, ejes de una estructura que se repite. Las emociones que despiertan reaparecen sin cesar a lo largo de la narrativa japonesa, disimuladas bajo muchas variantes de atracciones hacia figuras vinculadas por lazos familiares: la cuñada deseada porque recuerda a…, la hermana menor que muere jovencísima, la zorra metamorfoseada en mujer, la ogresa salvaje. Los relatos des Tanizaki, Kawabata, Shiga Naoya y el cine de Ozu y Mizoguchi, y cuántos más sucumbieron ante el misterio de la figura ausente e inolvidable.

En el último período de la era Heian, el momento del Genji, el concepto de utsushi (reflejo, proyección y transición) dominaba la visión de los asuntos humanos. La desesperación por la permanencia del amor se amparaba en la creencia de que el amor perdido podía revivirse en las imágenes de personalidades plurales. El estudioso Tetsuji Yamamoto vuelve a los planteos del estudioso Shinobu Orikuchi (1887-1953) sobre la problemática de la ilusión y la práctica en el «campo» de la mentalidad japonesa. Distingue dos mundos: uno, el de los espíritus vengativos (mononoke), otro, el mundo de irogonomi (la elección de enamorarse de una mujer noble, no lujuriosa). Sólo los más altos aristócratas, poseedores de majestad real, podían disfrutar de una libertad innata. Probar los límites de lo humano siempre dentro de la senda de irogonomi que se inicia con el amor por una madre. Y en este capítulo que Damiselas en apuros rescata, una noche de pasión de este don Juan del siglo X.

 

Fragmentos de La historia de Genji

En 1977, las editoriales Arca de Montevideo y Galerna de Buenos Aires publicaron una pequeña muestra de la monumental obra de Murasaki Shibuku, La historia de Genji, con traducción del inglés y prólogo de Manuel Tabares. Un fragmento seleccionado por D. Keene para su Anthology of Japanese Literature, “un prodigio de fidelidad y recreación”, según Tabares. A continuación, una parte de ese fragmento, titulado La fugitiva de Chujo.

Era otoño. Genji había tenido tantas complicaciones en su vida que había sido durante algún tiempo muy irregular en sus visitas al Gran Palacio y había caído en desgracia. La señora Rokujo, la de la gran mansión, era muy difícil y había superado tantos obstáculos mientras la cortejaba, que renunciar a ella en el momento en que la había conquistado, parecía absurdo. Aunque no podía negar que la pasión ciega y embriagadora que lo había poseído mientras ella era aún inaccesible casi había desaparecido. Por lo pronto, ella era demasiado susceptible y además estaba la diferencia de edad y todavía a eso se agregaba el terror a ser descubierto que lo asaltaba en el momento de las penosas partidas a las primeras horas de la mañana. En realidad, eran demasiadas desventajas.

Era una mañana en que la neblina se posaba pesadamente sobre el jardín. Después de despertarse varias veces, Genji terminó por salir de la habitación de Rokujo somnoliento y malhumorado. Una de las doncellas levantó parte de los postigos plegadizos como invitando a su señora a contemplar la partida del príncipe. Rokujo abrió las cortinas del lecho y echando su pelo hacia la espalda, contempló el jardín. Crecían tantas hermosas flores en los arriates que Genji se detuvo un instante para disfrutarlas. Qué bello luce allí parado, pensó ella. Cuando él estuvo cerca del pórtico, la doncella que había abierto los postigos se acercó y caminó a su lado. Usaba una falda de un verde pálido que armonizaba exquisitamente con la estación y el lugar, y cuya caída parecía favorecer la gracia y la flexibilidad de su andar. Genji se volvió hacia ella. “Sentémonos un momento sobre la baranda en este rincón”, le dijo. Parece muy tímida, pensó, pero con qué encanto cae el pelo sobre sus hombros. Y le recitó un poema: “Aunque no pensaba pasearme despreocupadamente de flor en flor, arrancaría gustosamente este convólvulo matutino”. Al decir estas palabras tocó la mano de la muchacha y ella contestó con destreza y facilidad: “Os apresuráis, veo, a admirar las flores matutinas mientras todavía la neblina las cubre”, desviando de este modo, mediante un verso que podía entenderse en un sentido personal o general, la  galantería que él le había dedicado. En ese momento un paje muy elegante, con los más encantadores pantalones follados, llegó hasta las flores y levantó el rocío a medida que caminaba y empezó a recoger un manojo de convólvulos. Genji anheló pintar la escena.

Nadie podía ver a Genji sin que le produjera placer. Era como el árbol floreciente bajo cuya sombra hasta el rústico campesino descansa con deleite. Y tan grande era la fascinación que producía, que los que le conocían ansiaban ofrecerle que les era más querido. Uno, que tenía una hija favorita, no aspiraba a nada mejor que hacerla entrar a su servicio. Otro, que tenía una hermana deliciosa, estaba dispuesto a  que ella sirviese en su casa aunque fuese en las  tareas domésticas más humildes. Y aquellas jóvenes que tenían en algunas ocasiones el privilegio de conversar con él y contemplarlo cuanto quisieran y que además eran sumamente sensibles, ¿cómo podían no deleitarse en su compañía y cómo no dejarían de notar con desasosiego que sus visitas se volvían menos frecuentes que antes?

(…)

Ella pensaba con gusto que la luna poniente los iluminaría en su camino, y Genji está precisamente diciendo eso, cuando de pronto la luna desapareció detrás de un cúmulo de nubes. Pero el cielo del amanecer era igualmente de una gran belleza. Ansioso de partir antes de que fuese completamente de día, él la urgió a montar en el coche y ubicó a Ukon con ella.

Se dirigieron hacia una casa deshabitada que no estaba lejos. Mientras esperaba que el mayordomo apareciese, Genji observó que los portones estaban cayéndose a pedazos y la hierba llamada shinobu crecía espesamente a su alrededor. Nunca había visto una entrada tan sombría. Había una neblina densa y el rocío era tan abundante que cuando levantó la cortinilla del carruaje su manga quedó empapada. “Jamás me había sucedido una aventura como esta”, dijo Genji, “de modo que como imaginarás estoy algo conmovido”. Y compuso un poema en el que decía que aunque la insensatez amorosa existe desde los inicios del mundo, nunca había iniciado una jornada de un modo más imprudente en una tierra desconocida. “Pero para ti, ¿no es una gran novedad?”. Ella se ruborizó y  dijo a su vez un poema: “Soy como la luna que recorre el cielo sin saber qué amenazas le tienen reservadas las crueles montañas; por más que se deslice en lo alto su luz puede ser repentinamente oscurecida”.

 

Reproducido de Damiselas en apuros http://damiselasenapuros.blogspot.com.ar